Averno empieza con un sueño. La última película de Marcos Loayza es un sueño entre la vida y la muerte, un viaje que baja a tropel desde una ciudad altísima para encontrarse con una puerta que lleva al inframundo, a ese lugar mitológico donde moran los que ya se han marchado para siempre, quizá sin darse cuenta, quizá sin ser conscientes de que se han perdido el espectáculo ‘marquiano’ de ver pasar su entierro.
Uno es espectador y también una sombra de Tupa, de ese muchacho que no ha caído en cuenta en qué momento ha zarpado del mundo real tal como se lo conoce. Porque allí donde está ahora, corriendo por su vida por las bajadas y subidas de la ciudad nocturna, se ha topado con fantasmas de viva presencia que no parecen fantasmas ni almas en pena, ni muertos vivientes ni ánimas intentando volver a sus cuerpos de carne y hueso.
Pero ahí donde está ahora ocurren cosas que, si uno hace memoria, moraban en los cuentos de nuestras abuelas, en esos que nos contaban bien tarde de la noche cuando la noche se hacía tarde después de la hora del té. No importa cómo se llamaban esos personajes o en qué escenarios ocurrían: quizá en las llanuras del oriente o en las montañas de los valles o cerca de las cornisas afiladas del altiplano o en un pueblo remoto de la tierra o en una ciudad tan La Paz como La Paz. Ahora Marcos Loayza los ha reunido para inmortalizarlos en el cine donde conviven boleros fúnebres y un santo que cabalga sobre un caballo que aparece por un túnel para salvar una vida, un bar donde los bebedores caminan sobre un piso inundado con cerveza porque a la hora de decir ¡salud! primero echan la bebida al piso y lo poco que sobran se lo meten por la boca.
Entrar a Averno no es fácil, pero tampoco difícil, porque a Averno no se elige entrar. A Averno se llega y se baila con la música de todos los misterios, porque –decían nuestros abuelos y los abuelos de ellos–un limbo es así, un lugar donde todo es posible y, a la vez, nada: acaso, el fin de la eternidad y lo peor que puede pasar no es morir, sino darse cuenta de que uno está hablando con espíritus y que eso es posible solo si uno también está muerto, tal como ocurre en la novela Pedro Páramo, de Juan Rulfo, cuando Juan Preciado va a Comala en busca de su padre para que le diera lo que le pertenecía por ser su hijo.
Averno es una película que nos lleva a los patios de los recuerdos, que resucita lo que se creía olvidado y un descubrimiento de una mágica historia que llega con la voz cinematográfica de Marcos Loayza, eternizada, quizá hasta el final de los tiempos.
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