Averno
Cine ante todo de personajes, el de Marcos Loayza ejercita una mirada inconfundible, en el tono y la forma, acompañándolos por las orillas, que no necesariamente por los márgenes, de una realidad diseccionada con a menudo esperpéntico humor blandido a manera de bisturí para rasgar las apariencias de cómo creemos ser tentando ir al encuentro de qué y cómo somos de veras.
Ese cine funciona por ende en el modo de un espejo de feria retándonos a entrever en tal imagen trastrocada los rasgos que cómodamente optamos por enmascarar a fin de escabullirnos del engorro inherente a toda introspección individual y colectiva. No es empero, la de Loayza, una filmografía sentenciosa con ínfulas de sermonear ni cosa por el estilo. Es cine en el sentido esencial de instrumento expresivo para una sensibilidad particular preocupada por obtener el debido equilibrio entre lo narrado y la manera de narrarlo, procura casi siempre alcanzada en sus cinco largos precedentes —inscritos de manera ya indeleble por mérito propio en la historia del cine boliviano contemporáneo más ponderable—, y que en este sexto opus vuelve a redondear mayormente tal empeño, propio por añadidura de una obra de autor, en el alcance que el término solía tener antes del embrollado tiempo que hoy nos zarandea.
Si en Las bellas durmientes el realizador se autoimpuso el desafío de contar un policial desentendiéndose de las fórmulas estatuidas por el género: acción, movimiento, violencia a destajo y tramando de tal suerte un thriller frío, por definirlo de alguna manera, en la oportunidad el reto, de igual modo asumido de manera deliberada, estriba en ambientar el relato exclusivamente en entornos nocturnos.
La noche, esa orilla del misterio, de lo desconocido, del sueño y la pesadilla, cobija la historia del lustra Thupa en su excursión al Mankapacha, el mundo de abajo en la cultura aymara, el cual no equivale, como equivocadamente suele creerse, al infierno de los occidentales, error al que en alguna medida induce el propio realizador con el título adoptado para su trabajo, si bien este último alude asimismo a un otrora renombrado y temido tugurio paceño de un par de pequeños ambientes habilitado en la plaza Belzu de la zona de San Pedro que solía frecuentar, entre otros, Víctor Hugo Viscarra, cuya obra habrá de seguro atendido a los consejos del “tío Supay”, el cual, juran los exparroquianos, “despachaba” en uno de aquellos cubículos.
Al igual como el párrafo inicial —si me apuran, la primera oración— de una novela posee importancia clave para enganchar el interés del lector, los primeros minutos de cualquier relato cinematográfico pueden predisponer asimismo de distinta manera el ánimo del espectador. La narración de Averno debe remontar en tal sentido un arranque remolón e inconvincente. Se sobrepone con creces es cierto no bien Tupah, el protagonista, sale en busca de su tío Jacinto, emprendiendo su periplo iniciático hacia el otro lado de la luz, esto es al encuentro de la noche y del rostro oculto de una La Paz donde cohabitan la brutalidad desatada y el asombro incesante, el miedo y la interrogación infinita del misterio.
Después de salvar momentáneamente el pellejo acabando con el “príncipe de la noche”, Tupah se adentra en un mundo por el cual circulan entremezcladas las criaturas del imaginario mítico popular: el anchancho, el lari-lari, el kusillo; los visitantes que allí eligieron establecerse: Jaime Saenz; y los espectros alcoholizados de innumerables fugados del mundo real hacia las sombras del lado desconocido, que es el del otro rostro de cada quien.
Con la llegada del alba, convencido finalmente el tío Jacinto de atender sus quehaceres profesionales, un ciclo se cierra. Mas nada concluye, la vida reemprende su andar a plena luz del día en espera de un nuevo anochecer que volverá a franquear las puertas de ingreso al arcano profundo de una sociedad desdoblada entre el ser y el parecer.
La proverbial puntería observadora del realizador para aprehender del ingenio popular los dichos y los gestos que, privándose de subrayados prescindibles, van definiendo el carácter y el comportamiento de vastas capas de la comunidad, aflora otra vez entretejiendo momentos y circunstancias en un relato donde el humor agridulce juega un papel esencial sin necesidad de incurrir en la caricatura.
Arquitecto y dibujante compulsivo Loayza extrema siempre el cuidado figurativo de su puesta en imagen, con frecuentes remisiones a la obra de las notabilidades de la plástica nacional. En Averno, no obstante algunos engolosinamientos que bien pueden disculparse, la notable ambientación es, por decir lo menos, impactante sacando el mejor partido posible del aprovechamiento de los rincones de una ciudad donde pasado y presente colisionan e interactúan en la configuración de su singularidad impar. De hecho el tratamiento visual, compone en virtud de la brillante dosificación de la luz y de la paleta cromática una atmósfera atrapante enriquecida, al igual que en sus realizaciones precedentes, por la intervención de la cámara, la cual lejos de limitarse a observar pasa a ser otro protagonista esencial en la construcción del ritmo narrativo.
Loayza saca invariablemente cara por los antihéroes, sin dejar por ello de reservarles su buena dosis de sorna, tal cual corresponde a un escéptico integral. Lo eran, antihéroes digo, en Cuestión de fe/1995 el santero Domingo, su compadre Pepelucho y el blufero Joaquín, dueño de La Ramona aquella semidestartalada camioneta, a bordo de la cual emprendían viaje hacia los Yungas —y al encuentro de ellos mismos como es propio de las películas del camino— para entregar la virgen encargada por un oscuro personaje, eventualmente ligado al tráfico de drogas.
Lo era de igual manera en El corazón de Jesús/2004 Jesús Martínez empleado público forzado por un repentino síncope al chanchullo para sobrevivir frente a la trituradora burocrática y a la súbita deserción de su mujer. Y lo era desde luego en Las bellas durmientes/2012 el cansino cabo policía “Quijpe” afanado, a despecho de la corrupción y la incompetencia institucional, en develar los crímenes contra algunas magníficasentre bambalinas de la sofisticación de pacotilla de los nuevos ricos cruceños.
Y es asimismo por supuesto un antihéroe Tupah enfrentado de pronto a los mayúsculos riesgos para sobrevivir al acoso de todos los pandilleros confabulados en ánimo de vengar la muerte de aquel príncipe de la noche mientras debe al mismo tiempo confrontar sus pavores aferrándose al puro instinto de supervivencia.
Cine de personajes, quedó anotado, y este solo funciona si los intérpretes funcionan a su vez. Con un elenco en el cual alternan actores de experiencia y debutantes absolutos Loayza obtiene de casi todos ellos la pareja eficaz composición indispensable en el propósito de evitar la sobreactuación a la que en muchos casos predisponían sus complejos papeles. Mención especial para Paolo Vargas (Tupah), Alejandro Marañón (lari-lari), Adolfo Paco (Tío Jacinto) sin menoscabo de la faena del resto.
En síntesis Averno empata en el resultado las no pocas ambiciones de partida en una película que torna a elevar el listón para la producción fílmica nacional, urgida de renovados impulsos a fin de salir del letargo predominante en buena parte de sus emprendimientos recientes más allá de un crecimiento cuantitativo sin equivalencia, salvo contadísimas excepciones, en materia de calidad.
Ficha técnica
Título original: ‘Averno’
Dirección: Marcos Loayza
Guion: Marcos Loayza
Fotografía: Nelson Wainstein
Edición: Fabio Pallero Arte: Abel Bellido
Escenografía: César Mamani – Música: Federico Estrada, S. Moreira Casting: Patricia García
Sonido Directo: Sergio Medina Producción: Alma Films, Santiago Loayza Grisi, Alvaro Manzano, Ángela Vargas
Intérpretes: Paolo Vargas, Franco Miranda, Raúl Beltrán, Rosa Ríos, Miguel Ángel Estellano, Álvaro Gonzales, Percy Jiménez, Adolfo Paco, Marcelo Bazán, Lia Michel, Toto Tórrez, Chubi González, Fred Núñez, Leonel Fransezze, Sidney Sánchez, Freddy Chipana, Alejandro Marañón, Luigi Antezana, Bernardo Rosado, Roswita Huber, Miguel Vargas, Raul ‘Pitín’ Gómez
URUGUAY-BOLIVIA/2017
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