Alfonso Gumucio Dagron
El Averno era un bar de mala muerte en el barrio Belén, en la zona de San Pedro, creo que en el callejón Belzú, cerca de la Illampu, donde solíamos ir de vez en cuando para sentirnos mejores discípulos de Jaime Saenz. No sé si ese era su nombre porque no tenía letrero. Recuerdo que para ingresar había que agacharse para pasar la pequeña puerta de madera y bajar un tramo de gradas que descansaban en un espacio con una veintena de mesas de madera desnudas y manchadas. No fui asiduo del lugar porque nunca me gustó mucho el alcohol, ni siquiera la cerveza, pero confieso que alguna vez terminé pasado de copas y dormido debajo de la mesa después de alguna larga discusión sobre literatura.
El Averno era un bar de mala muerte en el barrio Belén, en la zona de San Pedro, creo que en el callejón Belzú, cerca de la Illampu, donde solíamos ir de vez en cuando para sentirnos mejores discípulos de Jaime Saenz. No sé si ese era su nombre porque no tenía letrero. Recuerdo que para ingresar había que agacharse para pasar la pequeña puerta de madera y bajar un tramo de gradas que descansaban en un espacio con una veintena de mesas de madera desnudas y manchadas. No fui asiduo del lugar porque nunca me gustó mucho el alcohol, ni siquiera la cerveza, pero confieso que alguna vez terminé pasado de copas y dormido debajo de la mesa después de alguna larga discusión sobre literatura.
Jaime Saenz tenía la culpa porque había agrupado (sin querer) en torno a sí un círculo de admiradores incondicionales y creado un mundo literario embriagante de misterio y de muerte, atractivo para los que teníamos una veintena de años y muchas ganas de escribir.
Esta introducción es necesaria para hablar de Averno (2018) el más reciente largometraje de Marcos Loayza, una de las obras más sorprendentes del cine boliviano en varias décadas.
Hablar de Saenz tiene mucho sentido no solamente porque aparece como personaje en la película y porque cada escena parece ser un homenaje a la atmósfera onírica de su obra poética y narrativa, sino porque además Jaime era un apasionado de la imagen, elaboraba los collages de las tapas de sus poemarios, dibujaba calaveras y otras cosas, y quizás hubiera sido cineasta si nuestro cine hubiera estado más desarrollado cuando él era joven.
Su trabajo poético es sin duda cinematográfico en muchos sentidos, y quién mejor que Marcos Loayza, un dibujante compulsivo, creador las 24 horas del día y de la noche, para recrear esa atmósfera desbocada, tan delirante y sobrecogedora como atractiva y seductora.
Sin embargo, la cita que abre el filme es de Proust, no de Saenz: “El verdadero viaje de descubrimiento no consiste en buscar nuevos paisajes sino en tener nuevos ojos”.
Tupah es un joven lustrabotas de 18 años de edad que vive en El Alto y “baja” a La Paz cada día para trabajar, o más bien, para encontrarse con su grupo de amigos del mismo oficio, que parecen no moverse de la misma esquina todos los días, como compelidos a ello por una fuerza invisible similar a la de El ángel exterminador de Buñuel.
Ese día, y no otro (esto es fundamental), recibe 200 bolivianos y la oferta de otro billete igual si logra encontrar a su tío Jacinto, músico de tuba en la banda Fusión Los Andes para tocar en el entierro de un militar. Para buscar al tío Jacinto Vino Tinto Tupah se adentra en la noche de los lugares más escabrosos que hubiera podido imaginar. En realidad, cruza el umbral de una dimensión paralela donde la vida y la muerte se encuentran. Pareciera una pesadilla, pero no lo es, porque todo lo que Tupah vive es real, es experiencia vivida de un mundo nocturno amenazante, poblado de personajes extraordinarios y de símbolos que saturan el filme sin darnos mucho tiempo para desentrañarlos.
Es una obra barroca, magníficamentefotografiada (Nelson Wainstein), con decorados (Abel Bellido) muy elaborados y significativos (con una venia al cine expresionista alemán), vestuarios pensados hasta en el último detalle (Valeria Wilde), un trabajo novedoso en la banda sonora (en dos secuencias la radio parece dialogar con los personajes, algo nunca antes “oído” en el cine boliviano) y escenas que una tras otra nos transportan a dimensiones más complejas, como en un juego de Internet en el que hay que superar las primeras pruebas para pasar a un nivel superior.
Tupah las supera todas (menos las preguntas kitsch que le hace el anchanchu de la mitología minera, personaje tan extraño como jocoso, que sale de un pequeño socavón) en una persecución que no cesa, atravesando umbrales hacia mundos paralelos donde enfrenta bandas de pandilleros delincuentes y aterriza en bares que sólo existen de noche, que detrás de la primera puerta, fachada o salón encierran, cada uno, otros espacios de atmósfera sorprendente, ambientes a cuál más denso y tenso: El Colosal, La Oficina, Nido de dragones y La Trastienda para llegar finalmente a El Averno, el infierno de donde no sabemos si saldrá con vida a menos que sea acompañado por la serpiente de fuego. Probablemente no, le dicen todos, porque mató al “príncipe de la noche” con una puñalada: “Esta noche morirás”. Ese camino sin regreso es el que caracteriza a toda la historia y justifica la frase de Proust, salvo el final, inexplicable aunque demasiado explícito.
El lugar “real” en ese mundo onírico es la casa de Jaime Saenz, noctámbulo reconocido y conocedor de todo lo que pasa en la noche de Chuquiago, donde la figura de Santiago de los Caballeros es emblemática, al punto que Jaime Saenz mismo, en la escena siguiente, aparece transfigurado en Santiago para salvar a Tupah de la banda que lo persigue. Lo salvan también bellas prostitutas y una poderosa contrabandista, porque de alguna manera, para todos ellos, Tupah representa la tenacidad que ninguno de ellos tiene para llegar al final, al infierno, representado en El Averno (“Escupa antes de entrar”), donde lo mismo están burócratas corruptos que prelados de la Iglesia.
Personajes como el anchanchu o lari-lari, Roberto Lara, o el kusillo de la batalla final consigo mismo, enriquecen ese fresco misterioso que parece reflejarse en los grafitis nocturnos de La Paz, que ya no miraremos con la inocencia de antes.
El viaje que ha emprendido Tupah no es para cumplir un compromiso, como la narrativa lineal podría sugerir, sino un viaje de descubrimiento de sí mismo para salir de la mediocridad y de la monotonía de su vida. Su trayecto nocturno le permite encontrar en sí mismo una fuerza de voluntad que desconocía, un temperamento persistente y testarudo, que el personaje revela poco a poco sin necesidad de que el actor recurra a gestos grandilocuentes. Todo lo contrario, Paolo Vargas (Tupah) mantiene un registro de interpretación muy controlado, una suerte de Buster Keaton frente a la adversidad que tiene la certeza de vencer.
El mundo onírico que nos ofrece Averno es subyugante, rompe con todo lo que antes pudimos ver en el cine boliviano, el registro realista se confunde con la narrativa onírica de tal manera que no se las puede separar.
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