miércoles, 17 de enero de 2018

Roberto Dotti, el Deber


“El verdadero viaje de descubrimiento no consiste en buscar nuevos paisajes sino en tener nuevos ojos”,  avisa Proust. La mirada interior. La que redescubre quiénes y hasta dónde somos.
El director Marcos Loayza rinde tributo a la metáfora en distintos niveles de interpretación. El Averno es un lugar difícil de llegar. Tal vez con salvoconductos, con trampas o alguna genialidad como la superación, podría intentarlo exitosamente. La duda se dispone al juego de saber cómo después salir.
Si el director había prometido una película distinta, lo ha logrado. Loayza ha superado el reto.
La noche paceña tiene sus vericuetos y más si lo condimentas con una historia de aventuras en la piel de Tupah (Paolo Vargas), un joven lustrabotas que busca a su tío músico para encargarle un trabajo del día siguiente. Tupah se transforma en un héroe inocente por un lado y valiente por otro, que recorre ambientes extraños, pasadizos, puentes, túneles, construcciones abandonadas, sitios oníricos con personajes fantásticos, algunos más conocidos que otros. Tupah recorre un camino plagado de peligros, atajos e intersticios para salvar su pellejo.
Personajes míticos y oníricos, extraídos de la historia paceña, recorren un guion claro que sostiene la narrativa hasta el final. Jaime Sáenz, Santiago y su caballo blanco, el lari-lari, el anchanchu, le ponen carne a esta entretenida aventura.
El tratamiento narrativo se hamaca entre el humor, la ironía y la credibilidad de una realidad que se esfuma en cada esquina. Pero que también recupera a cada paso la intriga de lo que va a venir. Los escenarios ayudan a multiplicar las interpretaciones icónicas y simbólicas. Un dedicado  trabajo de vestuario y fotografía enmarca la historia en un relato ágil y entretenido.
Una puesta que sorprende en el cine nacional y marca un antes y un después en el cine del autor.

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