jueves, 9 de julio de 2020

Sebastián Morales

Loayza vuelve al cine después de seis años con Averno. La película cuenta la historia de Tupah, un lustrabotas que recibe el encargo de buscar a su tío, un famoso platillero de la banda andes fusión. Pero este no parece ser un trabajo fácil, porque hace que Tupah se adentre en un mundo de realismo mágico, en donde los paisajes de la ciudad de La Paz llevan al protagonista por extraños espacios, en donde el alcohol, personajes y situaciones extravagantes son la norma. El viaje de Tupah lo va a transportar a un lugar misterioso: el bar Averno.


En Averno hay una clara búsqueda de parte de Loayza de cambiar el registro de su cine anterior ligado a la comedia, para explorar el género fantástico. Sin embargo, es claro que hay ciertos motivos que aparecen a lo largo de su obra. Un elemento común en todas las películas de ficción de Loayza es lo que se podría llamar de manera aproximativa lo popular y la imaginería que esta alrededor de él. El más claro ejemplo es Cuestión de fe, en donde el leitmotiv de la película es la adoración típicamente popular de la figura de la virgen. En Corazón de Jesús, todo se va desarrollando a partir de la “viveza criolla” de Jesús, que aprovecha una situación azarosa para tomar ciertas ventajas. Finalmente, en Averno¸ Loayza vuelve a construir la narración a partir del imaginario popular y poético propio de la ciudad de La Paz.  El gesto de partir de actitudes y creencias de lo popular hace de Loayza un autor, en tanto esta idea atraviesa toda la obra.



Este motivo recurrente en el cine de Loayza se enfrenta a un reto mayor en relación a las anteriores películas en tanto las creencias poéticas y populares deben enfrentarse a un diseño de producción bastante grande. Es decir, Loayza crea una serie de mundos, que tienen base en las calles y paisajes paceños, para contar la historia. Averno es una Divina comedia paceña, en donde el que peregrina, en este caso Tupah, debe pasar por un sinfín de espacios diferentes, con características en muchos casos diametralmente opuestas. En este viaje fantasioso por la ciudad de La Paz, en general, Loayza logra, a partir de una puesta en escena barroca, lograr transmitir la magia de los espacios presentados.












Es notable por ejemplo, la escenificación de los extraños bares por donde transita Tupah en busca de su tío, en especial, “la oficina”, en donde Loayza opera un especie de viaje en el tiempo a la primera mitad del siglo pasado. O ese bar sin nombre en donde los excéntricos clientes llenan el piso de cerveza de manera excesiva como ofrenda a la Pachamama. Sin embargo, hay también espacios que no logran competir con los dos anteriores mencionados y que hacen que la trama sea bastante desigual. Uno de ellos, tiene una importancia capital en la película: el “Averno”. Toda la trama prepara al espectador para el momento en que Tupah llegue finalmente a este espacio, temido por todos los singulares personajes con los que se encuentra en su travesía. Y sin embargo, aquí no se ve el despliegue visual que se esperaría para el momento del clímax de la película. Todos los elementos barrocos, lo bellamente excesivo, se pierden y Loayza elige, en el último tramo del filme, ahorrar recursos narrativos. El sufrido viaje de Tupah por esta La Paz imaginada termina resolviéndose muy rápido, sin sorpresa, sin clímax. El Averno, en tanto espacio, deja un sabor a poco, en relación a todo lo que Loayza había presentado y advertido en los mejores momentos del filme.

Averno, siendo una película desigual, es un homenaje a esa ciudad imaginada por escritores como Jaime Saenz. Un lugar en donde detrás de cada puerta se encuentra un espacio fantástico, a veces aterrador, pero que permite hacer volar la imaginación del transeúnte curioso y atento. 

domingo, 3 de mayo de 2020

Jessica Sanjinés

“Averno”, el primer videojuego del cine boliviano

Cultura
    • Afiche. Imagen de promoción de la película de Loayza. | ARCHIVO
    Publicado el 03/05/2020 a las 0h00
    Jessica Sanjinés

    Dicen que el coronavirus ha traído, además del fin del mundo, algunas buenas cosas. No me consta, pero tampoco lo descarto. Hace unos días, una colega cultureta me comentó, por ejemplo, que la cuarentena le había dado al fin la posibilidad de ver muchas de las películas bolivianas de las que he escrito en éstas u otras páginas. Me lo dijo con un entusiasmo que me fue imposible comprender, menos replicar. No me salió ni un emoticón alegre en la teleconversación que nos reunió en medio del tedio infinito de los días de la peste. No soy precisamente de las que celebran con orgullo chauvinista los estrenos bolivianos, ni siquiera ahora que estamos a punto de extinguirnos como país y especie.
    La colega me contó que vio varias de cintas liberadas en internet por sus autores durante las primeras semanas del confinamiento, y de hecho interrumpió nuestra anodina charla para visionar una producción de título mefistofélico que no recordaba con precisión, pero que había estado esperando por muchos días y de cuyo director leyó reseñas elogiosas. Con más morbo que interés desempolvé mi televisor y busqué la susodicha película. Su infernal nombre, “Averno”, me ganó sólo por unos minutos, hasta que el relato cinematográfico devino en un videojuego de estrategia y combate ambientado en la mitología paceña. O peor: el video de demostración de un juego en el que el “player” está retado a salir vivo de la noche chukuta.La pena es que, una vez finalizado el “tutorial” para aprender a jugar, no hay chance de hacerlo. Porque, en efecto, aunque sus formas lo delaten como un videojuego, “Averno” quiere ser un largometraje. No se lo puede jugar.
    No es extraño que Marcos Loayza, su director, se ocupe con tanto denuedo de la construcción escenográfica y sonora, y se esfuerce en hacer decir a sus actores unos parlamentos de aspiración literaria que, sin embargo, cumplen una función más ornamental que estructural. Importa la experiencia sensorial más que el relato.
    Convertido en un Tolkien criollo, el cineasta despliega su imaginería visual para darle forma y vida a los monstruos de la nocturnidad paceña, con los que puede despertar alguna fascinación visual, pero que, de tan acartonados, se me antojan como unos robots folclorizados, criaturas meramente artificiales, típicas del videojuego, a las que toca enfrentar, burlar y superar, como se enfrentan, burlan y superan los niveles en un juego hasta llegar a la batalla final que ha de convertirte en “winner”.
    Como relato cinematográfico, “Averno” es un fracaso. Cuenta una historia que depara sopor a medida que avanza, despojada como está de la chispa de los primeros trabajos de Loayza (“Cuestión de fe” y “El corazón de Jesús”). Como experimento formal que tiende puentes entre el lenguaje del videojuego y el cine, tiene algo más que dar. Dudo que ese fuera su cometido, pero ahí está. No deja de ser patético que, en estos días en que la filmografía boliviana se nos ha vuelto milagrosamente accesible, descubramos que a nuestro cine le salen mejor los videojuegos que las películas.