Averno : Tupah en la ciudad de las maravillas
Según Souza, el filme de Marcos Loayza traza un relato que es, al mismo tiempo, simple y casi ininteligible, con un protagonista inexpresivo.
domingo, 28 de enero de 2018 · 00:00
Mauricio Souza Crespo Crítico
1 La Paz, dicen los creyentes, es una ciudad especial. Y esos mismos creyentes retratan a veces esa singularidad en el vocabulario teórico del aura: las emanaciones de un “no-se-qué” que, en una famosa definición, son “la manifestación irrepetible de una lejanía, por cercana que pueda estar”. Más preciso en estos asuntos -aunque con la misma propensión a la solemnidad- fue el sacerdote mayor del culto a La Paz, el escritor Jaime Saenz: “Lo que aquí interesa es la interioridad y el contenido, el espíritu que mora en lo profundo y que se manifiesta en cada calle y en cada habitante, y en el que seguramente ha de encontrarse la clave para vislumbrar el enorme enigma que constituye la ciudad que se esconde a nuestros ojos”.
2 Averno, el sexto largometraje de Marcos Loayza, persigue una recreación iconográfica de esa “ciudad que se esconde”, de ese “enorme enigma”. Y digo “iconográfica” porque las inclinaciones de Loayza en esta película son más visuales que narrativas, lo que conduce -tal vez deliberadamente- a la construcción de una serie de retablos, de escenarios, de detenidos episodios teatrales.
3 Hay, sin duda, una historia mínima: Tupah, un joven lustrabotas de los márgenes, recorre la ciudad nocturna en busca de su tío, para rescatarlo quizá. De boliche en boliche -y sin que al parecer le guste mucho ni la farra ni el bochinche- Tupah deviene La Ramona, el camión de Cuestión de fe: el pretexto o instrumento para saltar de un episodio a otro. Es una búsqueda escasamente motivada, casi inverosímil, que sigue la estructura de una acumulación de pruebas y desafíos, como si Loayza se hubiese propuesto imaginar a un Saenz que a su vez se imaginara a un Harry Potter que deambula la noche paceña convertido en un turista o explorador del “misterio”.
4 En los retablos que la película organiza -con cuidado, en detalle- se fatiga una imaginería visual que recuerda a los arcángeles de la pintura colonial, a los cholos rotundos de los hermanos Lara, a los abigarramientos teatrales de Mario Conde. En cada bar, Tupah se descubre -sin mayor reacción de su parte, sobrio e inexpresivo- en medio de otro decorado y de otro repertorio de personajes pintorescos. Y también en cada bar, nosotros, los espectadores, nos entretenemos por un rato con otra variación de este barroco que tal vez lo sea según la definición borgiana: un estilo que siempre está al borde de la parodia de sí mismo. ¿Kitsch deliberado? En todo caso, la película no se aparta nunca de un horror vacui disciplinado y militante: no deja rincón sin ocuparlo.
5 Pero Averno es también cine y no sólo pintura. Y, acaso por eso, sus parciales esplendores visuales -su colección de exuberantes escenas inconexas- no sean suficientes para hacernos olvidar que el relato trazado es, al mismo tiempo, simple y casi ininteligible. Tupah enfrenta pruebas: eso claro está; lo que no lo está, es para qué o por qué las enfrenta, más allá de la necesidad de justificar una antología de imágenes de “nuestra identidad”.
6 Tampoco ayuda a la película el hecho de que varios de sus retablos, ya considerados en tanto breves relatos independientes, se revelen a momentos como perjudicados por su carácter decorativo: en ellos, los diálogos son a veces un pretexto para ensayar una voz impostada y cierta gesticulación; muchos de los personajes son solo su disfraz o su caricatura; y los extras que completan el decorado -todo un who’s who de la intelligentsia y la bohemia paceñas- dudan entre el congelamiento y la sobreactuación. Como los actores principales.
7 Incluso en sus momentos de humor -pocos, pero los hay- Loayza nunca se aleja de la parálisis. La suya -como la de parte de la literatura paceña contemporánea- es una figuración reverente, ceremoniosa y ceremonial, de una supuesta cultura andina. La reverencia, como se sabe, tiene costos, no el menor de los cuales en este caso es la consuetudinaria estetización q’ara de lo cholo. Esta es, hay que recordarlo, una estética consolidada y oficial, es decir, ya rutinaria.
8 Es natural que lo que en esta película no funciona como narración tampoco funcione como mitología. A lo sumo, lo que vemos es una versión mitómana de esa mitología: sin distancias ni ambigüedades y dada a reproducir ideas recibidas. Me detengo en uno de estos lugares comunes: la postulación de la borrachera sin fin como una suerte de reino de la experiencia iniciática o del conocimiento. En Averno, no es la madriguera de un conejo, ni un tren, ni siquiera un ropero el portal que nos comunica con ese “otro lado de las cosas”: es, previsiblemente según la vulgata del Saenz-para-todos, el alcohol en bares requete-requetemarginales, de esos donde encadenan las tazas de fierro a las mesas. (La idea de que nuestra cultura y sociabilidad encuentran su mejor definición en los rituales del alcohol es de larga data: desde Vida criolla, por lo menos, la novela de Arguedas de 1905).
9 No sé si sea justo o preciso ubicar Averno en el contexto de este apunte final. Simplemente sugiero la posibilidad. Ahí va: Desde que descubrió que la cultura también era política (plenamente, en La nación clandestina de Sanjinés), parte del cine boliviano parece haberse desplazado -retrocedido, diría- a la idea de que la política sólo es cultura. Esto ha promovido la tentación -por ejemplo en el último Sanjinés o en el último Valdivia- de un cine débil o elemental en sus alcances narrativos e ideológicos, aunque capaz de crear y recrear a veces lindas imágenes. Es decir, esta culturización devota de un contenido identitario o histórico se resuelve en la proliferación -no sin encantos visuales- de estampas, de cromos, de postales engarzadas en un relato que apenas se sostiene. Como si ya no pudiéramos narrar nada mejor.