martes, 30 de enero de 2018

Mauricio Souza




Averno : Tupah en la ciudad de las maravillas

Según Souza, el filme de Marcos Loayza traza un relato que es, al mismo tiempo, simple y casi ininteligible, con un protagonista inexpresivo.


domingo, 28 de enero de 2018 · 00:00
Mauricio Souza Crespo Crítico

1 La Paz, dicen los creyentes, es una ciudad especial. Y esos mismos creyentes retratan a veces esa singularidad en el vocabulario teórico del aura: las emanaciones de un “no-se-qué” que, en una famosa definición, son “la manifestación irrepetible de una lejanía, por cercana que pueda estar”. Más preciso en estos asuntos -aunque con la misma propensión a la solemnidad- fue el sacerdote mayor del culto a La Paz, el escritor Jaime Saenz: “Lo que aquí interesa es la interioridad y el contenido, el espíritu que mora en lo profundo y que se manifiesta en cada calle y en cada habitante, y en el que seguramente ha de encontrarse la clave para vislumbrar el enorme enigma que constituye la ciudad que se esconde a nuestros ojos”.
2 Averno, el sexto largometraje de Marcos Loayza, persigue una recreación iconográfica de esa “ciudad que se esconde”, de ese “enorme enigma”. Y digo “iconográfica” porque las inclinaciones de Loayza en esta película son más visuales que narrativas, lo que conduce -tal vez deliberadamente- a la construcción de una serie de retablos, de escenarios, de detenidos episodios teatrales. 

3 Hay, sin duda, una historia mínima: Tupah, un joven lustrabotas de los márgenes, recorre la ciudad nocturna en busca de su tío, para rescatarlo quizá. De boliche en boliche -y sin que al parecer le guste mucho ni la farra ni el bochinche- Tupah deviene La Ramona, el camión de Cuestión de fe: el pretexto o instrumento para saltar de un episodio a otro. Es una búsqueda escasamente motivada, casi inverosímil, que sigue la estructura de una acumulación de pruebas y desafíos, como si Loayza se hubiese propuesto imaginar a un Saenz que a su vez se imaginara a un Harry Potter que deambula la noche paceña convertido en un turista o explorador del “misterio”.


4 En los retablos que la película organiza -con cuidado, en detalle- se fatiga una imaginería visual que recuerda a los arcángeles de la pintura colonial, a los cholos rotundos de los hermanos Lara, a los abigarramientos teatrales de Mario Conde. En cada bar, Tupah se descubre -sin mayor reacción de su parte, sobrio e inexpresivo- en medio de otro decorado y de otro repertorio de personajes pintorescos. Y también en cada bar, nosotros, los espectadores, nos entretenemos por un rato con otra variación de este barroco que tal vez lo sea según la definición borgiana: un estilo que siempre está al borde de la parodia de sí mismo. ¿Kitsch deliberado? En todo caso, la película no se aparta nunca de un horror vacui disciplinado y militante: no deja rincón sin ocuparlo.

5 Pero Averno es también cine y no sólo pintura. Y, acaso por eso, sus parciales esplendores visuales -su colección de exuberantes escenas inconexas- no sean suficientes para hacernos olvidar que el relato trazado es, al mismo tiempo, simple y casi ininteligible. Tupah enfrenta pruebas: eso claro está; lo que no lo está, es para qué o por qué las enfrenta, más allá de la necesidad de justificar una antología de imágenes de “nuestra identidad”.


6 Tampoco ayuda a la película el hecho de que varios de sus retablos, ya considerados en tanto breves relatos independientes, se revelen a momentos como perjudicados por su carácter decorativo: en ellos, los diálogos son a veces un pretexto para ensayar una voz impostada y cierta gesticulación; muchos de los personajes son solo su disfraz o su caricatura; y los extras que completan el decorado -todo un who’s who de la intelligentsia y la bohemia paceñas- dudan entre el congelamiento y la sobreactuación. Como los actores principales.

7 Incluso en sus momentos de humor -pocos, pero los hay- Loayza nunca se aleja de la parálisis. La suya -como la de parte de la literatura paceña contemporánea- es una figuración reverente, ceremoniosa y ceremonial, de una supuesta cultura andina. La reverencia, como se sabe, tiene costos, no el menor de los cuales en este caso es la consuetudinaria estetización q’ara de lo cholo. Esta es, hay que recordarlo, una estética consolidada y oficial, es decir, ya rutinaria.

8 Es natural que lo que en esta película no funciona como narración tampoco funcione como mitología. A lo sumo, lo que vemos es una versión mitómana de esa mitología: sin distancias ni ambigüedades y dada a reproducir ideas recibidas. Me detengo en uno de estos lugares comunes: la postulación de la borrachera sin fin como una suerte de reino de la experiencia iniciática o del conocimiento. En Averno, no es la madriguera de un conejo, ni un tren, ni siquiera un ropero el portal que nos comunica con ese “otro lado de las cosas”: es, previsiblemente según la vulgata del Saenz-para-todos, el alcohol en bares requete-requetemarginales, de esos donde encadenan las tazas de fierro a las mesas. (La idea de que nuestra cultura y sociabilidad encuentran su mejor definición en los rituales del alcohol es de larga data: desde Vida criolla, por lo menos, la novela de Arguedas de 1905).


9 No sé si sea justo o preciso ubicar Averno en el contexto de este apunte final. Simplemente sugiero la posibilidad. Ahí va: Desde que descubrió que la cultura también era política (plenamente, en La nación clandestina de Sanjinés), parte del cine boliviano parece haberse desplazado -retrocedido, diría- a la idea de que la política sólo es cultura. Esto ha promovido la tentación -por ejemplo en el último Sanjinés o en el último Valdivia- de un cine débil o elemental en sus alcances narrativos e ideológicos, aunque capaz de crear y recrear a veces lindas imágenes. Es decir, esta culturización devota de un contenido identitario o histórico se resuelve en la proliferación -no sin encantos visuales- de estampas, de cromos, de postales engarzadas en un relato que apenas se sostiene. Como si ya no pudiéramos narrar nada mejor.


martes, 23 de enero de 2018

Mitsuko Shimose

Autor: Mitsuko Shimose

El sol se oculta en la ciudad de La Paz en época de Todos Santos y  los mitos andino-amazónicos se hacen carne para habitarla. Ésta es la propuesta que hace Marcos Loayza en Averno (2018), cinta basada en leyendas resguardadas en el imaginario popular.
Loayza propone personajes míticos que se podrían dividir en dos: los que se convierten en leyendas (como el caso de las pandillas del siglo pasado o el escritor y poeta Jaime Sáenz envuelto siempre en un aura de misterio) y los que surgen de ellas (el Anchancho o el Lari-Lari).
Es con la personificación de estos mitos que el joven lustrabotas Tupah (Paolo Vargas) se encuentra durante su travesía, personajes y seres a quienes conoce y con los cuales comparte en los diferentes subsuelos que le toca descender hasta llegar al Manqha Pacha (mundo de abajo) para rescatar a su tío Jacinto (Adolfo Paco), algo que solo logrará internándose en  la mí(s)tica noche paceña.
De ese modo, el protagonista realiza su búsqueda por distintos bares paceños, empezando por el Colosal (el lugar que está más cerca del cielo), desde el cual es enviado a La Oficina, que es donde comienza su aventura mí(s)tica.
Pero antes de ingresar al Manqha Pacha, Tupah debe pasar por el purgatorio. Así, es perseguido por un personaje bien logrado que muestra la fuerza de un minotauro (Fred Núñez), por lo que termina recorriendo vericuetos que se asemejan a un gran laberinto, pasando del Aka Pacha (mundo de acá) al Alax Pacha (mundo de arriba), donde todo se ve inmaculado, pero que al mismo tiempo es la puerta que necesariamente debe cruzar para iniciar el descenso hacia el Averno, tugurio donde estaba su tío.
En el primer subsuelo, tiene que enfrentarse con el jefe de todas las pandillas, el mítico Príncipe de la noche, a quien termina venciendo en una lucha cuerpo a cuerpo. Sin embargo, es gracias a este triunfo que se gana la animadversión de los pandilleros que buscan venganza, por lo que la huida y el vencer obstáculos se vuelven una constante.
En el segundo subsuelo Tupah encuentra a un grupo de delincuentes que rezan fervorosamente a San Andrés para que su robo sea exitoso. En este piso, el protagonista continúa preguntando por el Averno, por lo que uno de los bandidos lo envía a la casa de Jaime Sáenz, escritor y poeta mítico cuya narrativa fue inspirada por la ciudad de La Paz y sus misterios nocturnos, para que sea él quien le indique las coordenadas de este bar de mala muerte.
Ya en el tercer subsuelo, aparece Sáenz (MiguelangelEstellano) como un personaje bien construido porque logra transmitir el aura que lo envuelve.
Antes de llegar al cuarto subsuelo, Judith (Sydney Sánchez), una prostituta con la que se encuentra en el camino, le brinda finalmente la llave para abrir la puerta del Averno: un talismán protector en forma de serpientes.
Desde aquí empieza su encuentro con los seres míticos como el Anchancho (duende cuya existencia se da en el espacio subterráneo del interior de la mina, interpretado por Freddy Chipana) que se presenta maravillosamente encarnado gracias al maquillaje y al vestuario,  pero cuyo discurso está repleto de una serie de acertijos que más allá de que parecerían no estar relacionados con su personaje, tampoco llegan a enriquecerlo.
En su paso también conoce a Roberto Lara o Lari-Lari (animal mítico cuyas presas favoritas eran los niños recién nacidos que todavía no habían sido bautizados, el cual, aunque magistralmente interpretado por Alejandro Marañón, no termina por esclarecer del todo ni su origen ni su objetivo).
No obstante, es él quien lleva a Tupah a una de las mejores escenas de la película, fotográficamente hablando: un bar inundado de cerveza por la cantidad de personas que comparten esta bebida con la Pachamama, convirtiéndose así en un acto ritual.
Por otro lado, está el tema de las dualidades, algo fuertemente presente en el filme (vida y muerte, día y noche, bueno y malo, deseo y miedo, etc.) y cuyo punto a favor radica en que no son manejadas de forma maniquea, sino más bien desde la cosmovisión andina de lo complementario (los opuestos no deben luchar entre sí, sino entenderse e integrarse para un bien común).
También se advierte la lógica de los dobles (los dos gordos, los dos guardianes del Colosal y los dos del Averno, los tíos gemelos —Jacinto y Anselmo—, las dos ñatitas —Tapia y Reynaga—, los dos Tupah —uno el lustrabotas y el otro el kusillo—, etc.), la cual conversa perfectamente con los planos indirectos, coadyuvando con esto, precisamente, al sentido de dobles mediante los reflejos, especialmente cuando Tupah —después de haber matado al Príncipe de la noche— se sienta al borde de una fuente y la imagen de un semblante aturdido, al saberse perseguido por quienes buscan venganza, se proyecta en el agua. La cámara tampoco sería la excepción, ya que no observa al protagonista, sino que lo confronta consigo mismo, es decir, a sí mismo desdoblado, logrando esto mediante la intimidad que generan los primeros planos.
Dado que todo este recorrido se realiza en un tiempo y espacio determinados (la noche de La Paz), la ciudad también tiene un rol importante en Averno, tanto que se convierte en un personaje más… es por eso que, a momentos, uno llega a centrar su atención en el reconocimiento de locaciones más que en el personaje principal.
Este protagonismo que adquiere la ciudad requiere, pues, de una nueva mirada tanto de Tupah como del espectador, más aún cuando durante su recorrido nocturno, ésta es habitada por mitos. Sin embargo, si bien la focalización estaría en el espacio, al encontrarse dentro del género de aventuras, se esperaría que el héroe presente algún cambio, el cual, aunque pequeño, se da, pero que no se advierte, generando, a momentos, una sensación de linealidad y monotonía.
En esa vía, la escena que muestra un ligero guiño de transformación del héroe es cuando Tupah —atendiendo a la sugerencia de la dama del Averno (Roswita Huber) y cuando emerge de ahí con la primera luz del día acompañado de su tío, quien para salir completamente de ese mundo de abajo saca un sapo de su bolsillo— bota su “máscara”(la cual representaba su imagen pública como lustrabotas) y conserva su dije de serpiente para convertirse en arquetipo y así estar dentro de la herencia del inconsciente colectivo del imaginario mítico andino-amazónico que descubrió durante su viaje nocturno.
Así, la travesía de Tupah concluye exitosamente, aunque el epílogo de la cinta se haya quedado corto ante tan magno triunfo de un héroe anónimo que pudo superar todos los obstáculos que le impuso la noche de una ciudad habitada por mitos. Quizá esto haya sido intencional, justamente para remarcar la cosmovisión andina de complementariedad… o tal vez simplemente tengamos que aprender a ver con otros ojos nuevas miradas.

lunes, 22 de enero de 2018

Raul Prada

La travesía de Tupah
Raúl Prada Alcoreza










El cine, imagen-movimiento e imagen-tiempo, según Gilles Deleuze, es quizás el acontecimiento paradigmático de la modernidad, la expresión audiovisual se manifiesta en tramas, que se tejen en distintas capas entrecruzadas.  Ya no se trata de la trama expresada en la escritura literaria, tampoco de las composiciones musicales, que si se quiere corresponden a otro tipo de entramado, tonal y sonoro; sino tramas compuestas en imágenes, combinadas con acústica y diálogos, donde aparece, si se quiere, la herencia de la literatura. Entonces, se comprende la mayor exigencia en el cine respecto a conformar una trama y lograr una narrativa compuesta.  Lograrlo es toda una tarea titánica de coordinación, de componer precisamente la trama compuesta audiovisual y narrativa.

La película de Marcos Loayza Averno ha logrado esta hazaña. ¿Cómo podemos aseverar esto? ¿Cómo podemos corroborar lo que aseveramos? Primero, ¿qué es lo que vemos en la película? Fuera de las analogías que pueda haber con la mitología griega, que las hay, no solamente en esta película, sino en otras, nacionales e internacionales, así como en la recurrencia a este arquetipo en la literatura, lo más significativo en la película es lograr no solamente poner en pantalla el imaginario paceño, por lo menos, correspondiente a lo que interpreta como acontecimiento barroco de la ciudad de La Paz, enclavada en las montañas y acurrucada en sus sueños, pero también en sus misterios. Me animaría a señalar un barroco paceño, que obviamente ha venido cambiando con los tiempos, pero también una especie de surrealismo paceño, que rompe las fronteras entre lo real y lo ficticio. Pueden no ser muy atinadas estas definiciones, sin embargo, por ahí van, como aproximaciones interpretativas de las singularidades imaginarias de una ciudad que es residencia de entrelazamientos culturales y entramados pasionales.
Los escenarios urbanos del Averno son casi los escenarios configurados en la novela Felipe Delgado, ciertamente con la actualización al presente eterno, cambiante, sin embargo, repetitivo en su diferencia. Salvo uno que otro cuadro pictórico que muestra, mas bien, por donde se ha expandido la ciudad y es distinta. El personaje central Tupah, que alude al mito de Tunupa, por lo tanto, mito andino, no griego, incorpora este substrato simbólico, que reaparece con las menciones a Katari, a la serpiente de la maca-pacha, que se convierte en serpiente alada, es decir, de la alaj-pacha; Tunupa inmanente en la geología y Tunupa emergiendo volcánico. Aunque sea solo una alusión semántica, con el nombre del personaje, hay que tenerla en cuenta en la interpretación de la película.

El arquetipo de la mitología griega tiene que ver con nuestra pertenencia al mundo, el arquetipo andino de Tunupa tiene que ver con nuestra pertenencia a nuestro mundo, el singular; la manera cómo recibimos las herencias de la tierra y las culturas propias y las formas cómo las articulamos a las herencias que nos dona el mundo. Este es el encanto de toda singularidad, es propia y se integra a otras singularidades, las del mundo.

El tío es el personaje de la búsqueda, pero también el personaje que aparece al principio de la película, en el sueño de Tupah. La tarea encomendada a Tupah es encontrar al tió y traerlo para que toque en el entierro de un oficial de alto rango de la policía, que acaba de morir, apellidado Gómez. La tarea la encomienda, nada más y nada menos, que un funcionario del Estado, un funcionario oscuro del ministerio de gobierno. El fin parece pedestre, tocar en el funeral boleros de caballería, boleros que hacen llorar a coroneles y generales. El tío es un trompetista cotizado de una banda con prestigio.   Entonces, el fin deja de ser trivial cuando se trata de la muerte, de despedir a un oficial que ya se encuentra en el Averno y sus proximidades. Muchos muertos se citan con los vivos en el bar Averno, es donde se encuentran y quizás no regresan. Tupah regresa después de haber vencido al cuisillo, que, en este caso, el de la película, hace de demonio al que se tiene que retar a una lucha, de antemano perdida. Tupah lo vence y puede volver al bar para llevárselo a su tío.

Jaime Saenz aparece en la película, ineludiblemente en la noche, con las luces prendidas de la habitación cuya ventana da hacia la calle. Aparece como se lo presenta en algunas fotografías, con su manto de awayo, sus gafas, su barba y su estilo misterioso de habitar la noche; en una habitación atiborrada de artefactos, de artesanías y de símbolos, incluso cristianos como el de Santo Santiago y la cruz, que se hace visible, colgada en la pared. Los libros se acumulan en la biblioteca y las velas están prendidas cumpliendo con la ceremonia. Esta breve aparición del escritor de Felipe Delgado revela la conexión de los entramados de la película, sobre todo, en los diálogos, con la novela, que narra en claves del barroco cultural paceño y en reflexiones vitalista que hacen eco de los pensamientos intempestivos de Friedrich Nietzsche.

En la travesía de Tupah, que puede ser una odisea urbana, así como la odisea urbana de Ulises de James Joyce, así como la travesía de Orfeo, pero, también la travesía de Tunupa, sobresalen dos encuentros, con el Anchanco y con el Lari Lari. Los diálogos con Tupah recuerdan a las reflexiones del brujo de Felipe Delegado y del mismo Felipe de la novela. En este caso, son demandas dichas en forma de acertijos, por parte de ambos a Tupah, al que simulan quererlo ayudar en su comedido. Ambos personajes pertenecen al mundo oculto de donde provienen los aparecidos, en la forma que imagina la narrativa popular singular andina. La sorna y la ironía de estos diálogos o monólogos hacen paráfrasis con la ironía trágica y dramática de Jaime Saenz, en Felipe Delgado.

La persecución a la que es sometido Tupah, después de haber matado al “Príncipe de la noche”, en un combate imprevisto, en medio de la fuga de Tupah de su verdugo, el minotauro, por parte de las pandillas que quieren matarlo, aparece como amenaza y condena de ciertos dominios nocturnos, compensados con la presencia de otras fulguraciones nocturnas, que más bien lo ayudan y lo protegen en su travesía. No se hace reminiscencia exactamente a una lucha entre bien y mal, pues las ñatitas consultadas, las calaveras femeninas, le transmiten mensajes indispensables para que Tupah pueda culminar su travesía exitosamente. También el Tata Santiago lo salva de ser abatido por las pandillas que lo tienen rodeado en túnel que conecta San Pedro con Sopocachi. Se trata de la concurrencia entre las fuerzas que atraviesan la noche e impulsan sus desenlaces.

Como se puede ver, el guion no era nada fácil de realizarlo como cine, como imagen-movimiento e imagen-tiempo; sin embargo, con los recursos al alcance, incluyendo actores, el director ha logrado plasmar una narrativa compuesta, audiovisual y dialogal, integrando los distintos planos de intensidad en una secuencia figurativa de donde emana el sentido inmanente: la inseparabilidad de la vida y la muerte, la inseparabilidad de lo imaginario y la realidad.


Se pueden encontrar falencias en la exposición misma de la película, como la relativa a algunas actuaciones, pero estas son perturbaciones mínimas en la cinemática de la película. La integridad lograda de la composición se mantiene; la realidad y la ficción se cruzan constantemente, aunque haya solo islas descriptivas de la realidad, como cuando se presenta a la familia de Tupah, o haya islas alucinantes de, si se quiere, irrealidad, como las relativas a las últimas escenas, salvo el encuentro y los abrazos de los amigos, los lustrabotas del grupo de Tupah. Estas islas son parte del paisaje-movimiento, jugando con la metáfora binaria de Deleuze, paisaje social y paisaje subjetivo.   

Fernando Molina

En su última película, el director y guionista Marcos Loayza parte de una idea excelente: contar una historia que le permita usar y recrear parodicamente los espacios y los personajes del submundo paceño, cuya entidad es indudable y ya ha sido aprovechada en numerosas ocasiones, aunque en tono serio, por la literatura. 

La Paz cuenta con una poderosa mitología urbana que proviene eclécticamente de sus profundas raíces culturales –indígenas y cristianas–, así como de su obsesión por los disfraces y los seres del inframundo, y de su inveterada adicción al alcohol y la fiesta. Y esta mitología da para muchos diferentes tipos de aproximación.

Loayza tomó además la decisión, que también me parece buena, de intentar uno de los tipos clásicos de la narración de ficción: el viaje de conocimiento, solo que, una vez más, de hacerlo en clave paródica.

Como resulta típico en esta clase de narraciones, el protagonista es un muchacho (“Tupah”, interpretado por Palo Vargas), el cual, como un moderno Orfeo, debe atravesar el difícil camino al inframundo, es decir, pasar por todos los bares habidos y por haber, tanto imaginarios como vagamente históricos, para llegar finalmente al inframundo mismo, al bar el “Averno”, donde se encuentra un tío que quiere rescatar de allí. La alusión mitológica es evidente y, por casualidad, coincide con la que hace otro filme que se encuentra en cartelera, la megaproducción de animación “Coco”.


Una tercera decisión de Loayza –ya no tan afortunada– fue combinar el tono de la película, que en mi opinión debió haber sido paródico de principio a fin, con momentos que o no son nada graciosos ni burlescos por chapucería o no lo son por la pretensión de darle a la película un mayor rango artístico, es decir, tratándola como si de veras estuviéramos ante un viaje iniciático y no simplemente ante un divertimento en el que Loayza se solaza y se ríe con/de un conjunto de sub-religiones paceñas: el culto a los lustrabotas, el culto a Jaime Sáenz, el culto a los bares bizarros, y por supuesto el culto a alcohol, deidad primera del panteón paceño y boliviano. Esta imprecisión en el tono es la que impide una explotación más interesante de las situaciones humorísticas que propone la película, que podía haberla convertido en una divertida e interesante comedia.
La realización de los planes

Teniendo un material de gran potencial, que podía haber dado como resultado una película original y memorable, Loayza lo malgasta por culpa de dos cosas. Primero, su vieja debilidad --que sin embargo él, a lo largo de su ya extensa carrera, no ha querido corregir pidiendo ayuda de otros escritores-- que es su poca habilidad como narrador. Loayza es sin duda muy creativo, y eso se nota en la idea original y en los diálogos paródicos de la película, pero en cambio no logra que las diversas situaciones narrativas se presenten con fluidez y credibilidad (aunque sea dentro del marco onírico en el que pone a su obra al presentar como primera escena un exuberante sueño de Tupah).


Es notoria la ausencia de diálogos funcionales a la historia, en los que por ejemplo el protagonista se sorprenda por lo que está pasando, que es tan exótico pero a él lo deja impertérrito. Al mismo tiempo, muchos personajes gozan de omnisapiencia, es decir, están enterados a priori de quién es Túpah, qué quiere hacer, etc., lo que resuelve muchos problemas al guionista, pero al costo de socavar la necesaria complicidad del espectador, que también quiere “descubrir” lo que está pasando en la pantalla.

Lo anterior quizá no hubiera pesado tanto si no fuera por el peor problema de esta película (que después de “Engaño a primera vista” y “Las Malcogidas” creíamos ya superado): una actuación realmente amateur, sin ángel e incluso desastrosa de parte de demasiados actores (con algunas excepciones de nombres conocidos que sin embargo, la verdad, se notan poco). 

Es obvio que Vargas tenía la apariencia, pero no la capacidad histriónica adecuada para sostener un largometraje como éste. Es obvio que varios de los otros actores repiten sus líneas sin creérselas y hasta parece que sin entenderlas del todo. Lo que no es obvio es porqué, pese a eso, se decidió ponerlos en la pantalla “así nomás”.

¿Por qué el éxito?

Pese a lo señalado, la idea original es tan poderosa que sobrevive a los errores (yo no me aburrí en ningún momento mientras veía esta película), lo que se nota en la afluencia de los espectadores a este filme, que me parece terminará siendo uno de los más taquilleros de Loayza.

Lo que los espectadores disfrutan en especial es el ambiente de bajo mundo, muy bien recreado por los encargados del vestuario, de las locaciones, del maquillaje, que se merecen un aplauso aparte.
Los espectadores también hacen una lectura en clave “comedia popular” (riéndose porque alguien dice “tirar” o porque alguien se da un golpe en la cabeza) que desgraciadamente para ellos solo es plenamente posible durante los primeros dos tercios del visionado.

En suma, ¿qué decir? Un diamante mal pulido, que brilla todavía, pese a que está trizado. Dan ganas de sentenciar, con una salida fácil, que de “buenas ideas se halla tachonado el camino al Averno”.

Roberto Navía, El deber

Averno empieza con un sueño. La última película de Marcos Loayza es un sueño entre la vida y la muerte, un viaje que baja a tropel desde una ciudad altísima para encontrarse con una puerta que lleva al inframundo, a ese lugar mitológico donde moran los que ya se han marchado para siempre, quizá sin darse cuenta, quizá sin ser conscientes de que se han perdido el espectáculo ‘marquiano’ de ver pasar su entierro. 
Uno es espectador y también una sombra de Tupa, de ese muchacho que no ha caído en cuenta en qué momento ha zarpado del mundo real tal como se lo conoce. Porque allí donde está ahora, corriendo por su vida por las bajadas y subidas de la ciudad nocturna, se ha topado con fantasmas de viva presencia que no parecen fantasmas ni almas en pena, ni muertos vivientes ni ánimas intentando volver a sus cuerpos de carne y hueso.
Pero ahí donde está ahora ocurren cosas que, si uno hace memoria, moraban en los cuentos de nuestras abuelas, en esos que nos contaban bien tarde de la noche cuando la noche se hacía tarde después de la hora del té. No importa cómo se llamaban esos personajes o en qué escenarios ocurrían: quizá en las llanuras del oriente o en las montañas de los valles o cerca de las cornisas afiladas del altiplano o en un pueblo remoto de la tierra o en una ciudad tan La Paz como La Paz. Ahora Marcos Loayza los ha reunido para inmortalizarlos en el cine donde conviven boleros fúnebres y un santo que cabalga sobre un caballo que aparece por un túnel para salvar una vida, un bar donde los bebedores caminan sobre un piso inundado con cerveza porque a la hora de decir ¡salud! primero echan la bebida al piso y lo poco que sobran se lo meten por la boca. 
Entrar a Averno no es fácil, pero tampoco difícil, porque a Averno no se elige entrar. A Averno se llega y se baila con la música de todos los misterios, porque –decían nuestros abuelos y los abuelos de ellos–un limbo es así, un lugar donde todo es posible y, a la vez, nada: acaso, el fin de la eternidad y lo peor que puede pasar no es morir, sino darse cuenta de que uno está hablando con espíritus y que eso es posible solo si uno también está muerto, tal como ocurre en la novela Pedro Páramo, de Juan Rulfo, cuando Juan Preciado va a Comala en busca de su padre para que le diera lo que le pertenecía por ser su hijo.
Averno es una película que nos lleva a los patios de los recuerdos, que resucita lo que se creía olvidado y un descubrimiento de una mágica historia que llega con la voz cinematográfica de Marcos Loayza, eternizada, quizá hasta el final de los tiempos.

miércoles, 17 de enero de 2018

Isabel Mercado

Siempre hay un presagio que nos advierte. Un sueño, una sospecha, una incomodidad que luego se diluye. De una forma u otra, sólo cuando la intuición se concreta se siente que la estábamos esperando. Es un alivio.

De alguna manera, esa sensación de momentánea plenitud me dejó Averno, la recién estrenada película de Marcos Loayza. Fue como si ese viaje que emprende el protagonista de la historia, Tupa, fuera mío. El viaje que tenía (que todos tenemos) postergado.

Aunque Loayza ha descrito su película como un filme de aventuras en una noche paceña poblada de personajes de la mitología urbana, Averno -como también él sostiene- tiene vida propia. Y esa es la vida que adopta en cada uno de nosotros cuando acompañamos a Tupa en su peregrinar nocturno en busca de su tío.

El joven lustrabotas alteño recibe el pedido (casi una orden) de buscar a su tío, músico de una banda de morenadas, en el Averno; más que un bar, el último escalón antes del infierno. Y la búsqueda de Tupa es el viaje que finalmente hacemos los espectadores desde las butacas.


Sin entenderlo bien, como el propio Tupa, y apenas guiados por intuiciones y urgencias inesperadas, en Averno caminamos a tientas entre lo real y lo imaginario, y  al hacerlo nos vamos reconociendo e identificando.

Las imágenes, los miedos y los presagios que hacen parte de nuestro mundo personal toman  forma en sus escenas y empezamos a encontrarnos  no solamente en las calles y las atmósferas profundamente paceñas, sino en la propia historia. El viaje pendiente finalmente se concreta.

Averno es la mejor de las películas de Marcos Loayza hasta ahora.  Una muy buena historia  acompañada de una buena dirección artística y fotográfica. Las actuaciones, la edición y la banda sonora completan la apuesta, que es arriesgada. Afortunadamente arriesgada.

Loayza dice que ha pensado este guión por más de 10 años y que ha invertido tres en hacer la película y es algo que se nota: las escenas son bien cuidadas, trabajadas con precisión y esmero. Casi poéticamente.


En Averno hay una aventura que no permite distracciones. Se trata de una búsqueda y una persecución en las que la realidad y la imaginación recorren un mismo sendero. Como en una película de ficción a las que nos tiene acostumbrados la industria de Hollywood, en Averno se vive el vértigo del peligro, pero a diferencia de las grandes producciones de héroes inmortales y chicas hermosas, lo que seduce al espectador es la inesperada aparición de personajes que son en realidad encarnaciones de los mitos que alguna vez -o siempre- poblaron nuestros sueños o pesadillas. 

“El cine es un arte compartido, es un arte de autor, no en sentido de que la hace un individuo, sino en el sentido de que muchos trabajan para darle a la obra autonomía, para que la obra solo pueda rendir cuentas a la obra misma”, dijo el director en el estreno. Y fueron sus palabras, premoniciones constadas en los siguientes 90 minutos. Esta película subyugante arranca con buenos augurios un nuevo año para el cine boliviano; y el mejor para su creador, Marcos Loayza.

Verla es un placer. Es un alivio.